domingo, 18 de julio de 2010

BECKETT. EL INFATIGABLE DESEO. Por Alain Badiou

"Morada donde los cuerpos van buscando cada uno su despoblador...Es el interior de un cilindro rebajado que tiene cincuenta metros de circunferencia y dieciséis de alto para armonizarlo. Luz. Su debilidad. Su amarillo".
Beckett (Le dépeupleur)


El Amor

El acontecimiento en el que el amor se origina es el encuentro. Desde los años treinta, en Murphy, Beckett insiste en que la fuerza del encuentro es tal que nada, ni en los sentimientos ni en el cuerpo deseante está a su medida:

(…) encontrarse como lo concibo yo supera lo que puede el sentimiento, por muy poderoso que sea, y todo lo que sabe el cuerpo, sea la que sea su ciencia.

Si la cuestión de la existencia y de la diferencia del otro es pregnante es porque se juega en ella la posibilidad del encuentro y que en este punto Beckett monta unos dispositivos a modo de experiencia literaria tanto para evaluar la hipótesis negativa (como Compañía cuya última palabra es “solo”) como para sostener la hipótesis positiva (como en Assez o en Los días felices en donde la figura de la pareja es indiscutible y produce una forma extraña y fuerte de felicidad).

El encuentro permite que surja el Dos y fractura el encierro solipsista. ¿Este Dos primordial es sexuado? No hablamos aquí de las numerosas escenas sexuales, generalmente carnavalescas, que se encuentran en los relatos de Beckett, en donde el quebranto de los ancianos es representado con alegría, incluso con ternura. Estamos indagando si el encuentro, y el amor, disponen de figuras sexuadas.

Se ha pretendido a menudo que las “parejas” de Beckett eran efectivamente asexuadas, o masculinas, y que había algo de intercambiable –o de homo-sexuado- en la posición de las parejas. No lo creemos para nada. Es cierto que Beckett no parte en general de la evidencia empírica que distribuye los animales humanos en hombre y mujeres. Esta posibilidad se lo prohíbe la ascesis metódica por lo que procura con esmero que los pronombres y los artículos no permitan decidir el sexo del locutor o del “personaje”. Pero los efectos del encuentro determinan bien dos posiciones totalmente disímiles de modo que se puede decir que para Beckett los sexos no preexisten al encuentro amoroso sino que son más bien su resultado.

¿En qué consiste pues esta disimilitud? En Cómo es, lo hemos visto, se da, después de que un animal humano caiga encima de otro, la figura del verdugo y la víctima. Estipulemos diciendo que la primera es “masculina” y la segunda “femenina” (y es verdad que Beckett se cuida de no pronunciar estas palabras). Esta distinción –es preciso insistir en este punto- no tiene ninguna relación con una “identidad” de los sujetos. A fin de cuentas, una víctima puede volverse verdugo siempre y cuando en un encuentro sea “ella” la que caiga sobre el otro. Pero desde el interior de una situación amorosa dada (llamemos “amor” lo que procede de un encuentro) hay forzosamente estas dos figuras.

Puntualicemos que están lejos de reducirse a la oposición de lo activo y de lo pasivo. Es necesario tener cuidado con la complejidad del andamiaje beckettiano.

Por ejemplo, al cabo de un tiempo indefinido es la víctima la que se va, dejando al verdugo “inmóvil en la oscuridad”. Es preciso pues comprender que quienquiera que esté de viaje con su bolso está del lado “femenino” o, por lo menos, proviene de lo femenino, mientras que cualquiera que esté abandonado e inmóvil en la oscuridad está del lado “masculino” o por lo menos se estanca en él. Por lo tanto, se opondrá la movilidad que favorece lo femenino a una tendencia a la inmovilidad taciturna propia de lo masculino.

Paralelamente, no hay duda de que la figura del verdugo es la del mandato, la del imperativo. Mas ¿cuál es su contenido? Consiste en extraer de la víctima relatos, reminiscencias, jirones de todo lo que afecta a lo que Beckett llama de manera magnífica “el tiempo bendecido por el cielo”. Ello nos autoriza a sostener que si del lado masculino se encuentra el imperativo de “continuar” –a medias gozo, a medias tortura-, del lado femenino se disponen la potencialidad del relato, la catalogación de la errancia, la memoria de la belleza.

Por último, todo encuentro prescribe cuatro grandes funciones: la fuerza de la errancia, el dolor de la inmovilidad, el gozo del imperativo y la invención del relato.

A partir de estas cuatros funciones el encuentro determina el surgimiento de las posiciones sexuadas. Llamaremos “masculina” la combinación del imperativo y de la inmovilidad y “femenina” la de la errancia y el relato.

En Basta encontramos una determinación aún más profunda de la dualidad de los sexos inducida por el amor. La posición masculina está ahí especificada por un constante deseo de separación. La heroína (la denomino “mujer" sólo en cuanto ocupa precisamente la posición in-separada) declara:

Nos habíamos escindido, si es eso lo que él deseaba.

El Los días felices vemos igual de claro que es Willie quien se mantiene a distancia, quien es invisible y está ausente, y Winnie quien proclama, declara, legitima, día tras día, la eternidad de la pareja.

En efecto, la posición masculina alimenta el deseo de una escisión. No se trata de volver al solipsismo, se trata de que el Dos sea experimentado y vuelto a ser demostrado en el entre-Dos, en lo que distingue a sus dos términos. El deseo masculino es afectado, infectado, por el vacío que separa las posiciones sexuadas en la misma unidad del proceso amoroso. El “hombre” desea la nada del Dos, mientras que la “mujer”, guardiana errante y “recitante” de la unidad original, del mero punto del encuentro, no desea nada más que el Dos sea la tenacidad infinita de un Dos que dura.

Ella es “el duro deseo de durar” mientras que es masculina la perpetua tentación de ver dónde está exactamente el vacío que pasa entre Uno y Uno.

Pero lo que hay aún de más admirable en este texto es el examen de las relaciones entre el amor y el conocimiento, entre la felicidad del amor y la dicha del conocimiento. Hemos citado ya el pasaje en que la pareja se mantiene en su marcha por medio de dilatadas consideraciones aritméticas. “Masculina” es esta figura del saber gratuito, de la enciclopedia, amada como tal por la mujer y donde el cielo surge en el espejo del pensamiento. Véase en Basta:

Para poder gozar del cielo, de vez en cuando utilizaba un espejito redondo. Después de velarlo con su aliento de frotarlo contra su muslo buscaba en él las constelaciones. ¡La tengo! Gritaba hablando de la Lira o del Cisne. Y solía añadir que el cielo no tenía nada.

El amor es este intervalo por donde se persigue hasta el infinito una especie de indagación sobre el mundo. Pues el saber se experimenta y se trasmite en él entre dos polos irreducibles de la experiencia, se sustrae al tedio de la objetividad, está cargado de deseo y es lo más íntimo y lo más vivo que poseemos. En el amor no es el mundo el que nos adueña de lo que es, no es él el que se apodera de nosotros. Al contrario, es la circulación paradójica entre “hombre” y “mujer” de un saber maravilloso que provoca que poseamos el universo.

El amor es cuando podemos decir que tenemos el cielo y que el cielo no tiene nada.

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De Badiou, A. "Beckett. El infatigable deseo" 1995. Páginas 49-52

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