martes, 15 de junio de 2010

TEATRO SIN FIN

INTRODUCCIÓN A "TEATRO ESENCIAL"
ALEJANDRO JODOROWSKY


 

Entre las numerosas pantomimas que escribí para la compañía de mimo de Marcel Marceau, me parece que Las alas del ángel puede servir de punto de partida para explicar el porqué del título de este libro:


Una fogata apagada. En las cenizas brillan algunas brasas. Alrededor de ella, un grupo de mendigos, abrazados los unos a los otros para buscar calor, tiemblan, sufren del frío. Sopla un viento helado…Aparece un ángel. Siente piedad por esa pobre gente. Se quita las alas y las echa a la fogata. De inmediato comienzan a arder. Los mendigos se despiertan. Se calientan junto al fuego. Se alegran. Beben. Bailan. Uno abraza a una mujer. Otro se la arrebata. Se pelean por ella. Se pelean también por la botella de licor. La cólera aumenta. Sacan cuchillos. El ángel se interpone entre ellos, tratando de calmarlos. Lo acuchillan. Mientras el ángel muere, las alas se consumen…Los mendigos, temerosos, cargan el cadáver y lo lanzan a un gran recipiente para basuras. Se amontonan otra vez junto a la fogata apagada. Vuelve a soplar el viento frío. Sufren, tiemblan. Se abrazan los unos a los otros para buscar calor. Aparece otro ángel que se apiada de ellos. Se quita las alas y las echa a la hoguera. Arden. Los mendigos se despiertan. Jubilosos, se calientan junto al fuego. Comienzan a beber y a bailar. Luego se pelean. La luz decrece lentamente.


No comienza, no termina, viene desde tiempos inmemoriales, continuará mientras haya seres humanos: es el misterioso teatro. Tragedia, drama, comedia, efímero, performance, ceremonia religiosa, ritual sadomasoquista y tantas otras manifestaciones donde los que actúan se convierten en otros. En todo momento, esta huida de la prisión del yo es en cierta manera la búsqueda de la inmortalidad, ya que el personaje encarnado, por ser de naturaleza puramente espiritual, es una entidad liberada de la extinción. Interpretar a Hamlet, o en trance vudú recibir al poderoso Ogú, es empaparse de un ser imaginario que, saltando de actor en actor, vence a la muerte.


Nosotros mismos, encerrados en un ego aterradoramente mortal, implantado por la familia, la sociedad y la cultura, sabemos que estamos actuando, que no somos lo que somos sino lo que los otros quieren que seamos; sabemos que la limitada personalidad que en la vigilia esgrimimos como una máscara, se disuelve semejante a una nube mientras dormimos. Dudo que exista una persona que esté plenamente satisfecha de tal disfraz. Todos soñamos con ser algo más. La satisfacción esencial sólo existe en aquellos que alcanzan la iluminación. Ese deseo de ser otra cosa se encarna en el teatro; teatro que al sacarlo de su tinglado y extenderlo como un bálsamo a toda actividad histriónica, profana o sagrada, nos proporciona la oportunidad de salirnos del “nosotros mismos” para descubrir las múltiples posibilidades del ser esencial. Después de numerosas experiencias escénicas, se me hizo vital lograr un teatro no exhibicionista-narcisista, sino de afrontamiento de uno mismo. Espectáculos que me hicieran encarar mi vacío. Me sentía fuera de todo, en la superficie total, lejos, buscando un sentido a la máscara que yo era. De ninguna manera una esfera donde el centro está en todas partes y la superficie en ninguna, sino una esfera donde la superficie está en todas partes y el centro en ninguna. En México, en el año 1967, después de declarar que no buscaba verdad sino la autenticidad, escribí el siguiente manifiesto:


La gente que quiere afrontarse va al teatro porque ha desertado de la misa. Habiendo perdido su contacto con Dios, el hombre moderno necesita un ceremonial. Así como la abeja construye hexágonos, el ser humano construye ceremoniales. Llevamos el ceremonial en las células: a través de él, el hombre llega a lo más alto de sí mismo. Y estamos, por falta de ceremoniales, ahogados en la mediocridad. Vamos entonces a plantear el teatro como un gran ceremonial donde actores y público buscan sus más altos valores…Claro que, para abandonarse a sí mismo y amar exclusivamente aquello que se nos presenta como un espejismo, se necesita fe.


La fe está en el vientre. Esto en lenguaje corporal significa bajar de la cabeza a las caderas. En lenguaje teatral; dejar la razón de lado, ir a lo más íntimo del ser. Los romanos decían “yo” indicándose el vientre. Para ellos el cerebro sólo era un refrigerador de las ideas que nacían calientes a la altura del ombligo. Dejando de dar rodeos: me expresaré puramente con el inconsciente. Le permitiré fluir en el escenario con la misma libertad con que transcurre en los sueños. Ignoraré el intelecto del público. Saltando por encima de la valla de sus conceptos, me comunicaré con él de inconsciente a inconsciente. No definiré símbolos, sino que los presentaré con su infinita complejidad para que cada cual los interprete a su manera.


No se trata de mezclarse con la obra, de tal modo de que ella sea y nosotros no; no se trata de depender de la obra tanto que si la destruyen nos destruyen a nosotros. Al contrario, se trata de desprenderse de ella. La obra es un producto limitado. En nosotros hay cosas misteriosas que quizás nunca conoceremos. Somos un receptáculo sagrado que guarda dentro de un dios que, si la fe flaquea, puede muy bien convertirse en demonio.


Nunca podré estar satisfecho con lo que hice, ni tranquilo con lo que he alcanzado. Quiero más. Mis posibilidades como ser humano son infinitas. Cuando más alcanzo, menos tengo. Cuanto más crezco, más siento mi pequeñez. Atrás está todo, cubierto de arena, fosilizado. Yo estoy de pie mirando hacia un horizonte enorme, que nunca alcanzaré a poblar.


Ha llegado el momento de alcanzar un poco lo que llamo “afrontarse”. En el teatro griego, el héroe es hipócrita. Edipo dice: “Yo maté a mi padre, pero no sabía que él era mi padre”. “Yo me acosté con mi madre y tuve hijos con ella, pero no sabía que era mi madre; la prueba es que al saberlo me arranqué los ojos como castigo”. En el teatro de afrontamiento, el héroe hace conscientes sus deseos: se da cuenta de que su madre lo atrae. Si el incesto le parece mal, lucha contra él. Si no puede resistir sus impulsos, se entrega a ese deseo; actúa sabiendo lo que hace. Las cosas pasan porque no podrían pasar de otro modo. Desaparece la culpa. Desaparece el autocastigo. Nace la posibilidad de salirse del “todo me sucede” para llegar al “yo forjo mi destino”. ¿Y qué es lo que forjo? Nada. Cualquier trabajo sobre uno mismo nunca es creativo: es siempre benéficamente destructivo. Se rompen límites. Tapones psicológicos que una familia, un mundo equivocado nos ha embutido como lastre. El mal no existe, es sólo olvido del bien. La esencia misma del universo, nuestra trama profunda, es el amor. No hay por qué buscarlo, puesto que lo somos. No se plantea el problema de amar más; sería como pedirle al agua que fuera más húmeda. El sufrimiento no nace de no amar sino del hecho de que en toda acción estamos impidiendo manifestar el amor que anida en nosotros. Educaciones equivocadas sirven de barrera a ese potencial positivo. Tenemos que romper los diques mentales para que caiga la máscara y fluya nuestra esencia…A ver cómo nos las arreglamos para encontrar las vías que permitan expandirse a nuestro amor. Es muy fácil destruir. Difícil expresarse en lo bello. Hay una sola forma de hacer un vaso, infinitas de destruirlo. Quiero, en el teatro, plantearme el trabajo de hacer vasos, no el de destruir vasos deformes que han hecho otros.



Sin embargo esos vasos, que por mi juventud tuve el irrespeto de llamar “deformes”, me dieron las bases necesarias para establecer mis creaciones. En cada una de mis obras teatrales hay una influencia, pequeña o grande, de espectáculos o lecturas que, aunque no concordaran exactamente con lo que yo andaba buscando, me enriquecieron.


(…)


Mi manifiesto teatral del año 1967 terminaba con estas palabras, en las que aún creo:


Strindberg, con su cáncer en el estómago, dijo: “Nada es personal”. Así como Strindberg, en ese estado de agonía que es la búsqueda de despersonalización, escribo. Me digo: “¿Qué es lo que tengo que decir como últimas palabras?”. El teatro es una jocosa ceremonia fúnebre. En él vamos exhibiendo y luego asesinando a nuestros falsos egos.

En el mundo de la razón estamos habituados a decir que para cada problema hay una precisa solución. Pero la vida no es así. En ella un problema no tiene una sola y perfecta solución sino una infinidad de soluciones. La solución que escogemos para cierto problema es aquella que es útil en un momento dado. Pero enseguida esta solución se puede y se debe abandonar porque, habiendo mutado la situación, deja de ser útil. Lo importante es la solución útil, y no aquella que la razón encuentra “verdadera”. Ante infinitas soluciones es preferible no buscar la verdad sino la autenticidad.


El teatro debe ser auténtico y no verdadero. Buscando la solución útil, planteará situaciones auténticas. No existe un teatro fuera de la autenticidad, como no existe un arte que no sea útil: una catarsis del ser. La antigua tragedia griega presentaba en cada obra dos componentes esenciales, de los cuales se hizo portavoz el psicoanálisis: Eros y Tánatos, sexo y muerte. El teatro era un acto ritual donde en cada representación se revivía el mito del incesto y la desesperada lucha de los héroes incapaces de liberarse del destino, una verdadera terapia colectiva, un arte sublime y necesario, útil por auténtico. El mito tiene una función purificadora: representando contenidos del inconsciente que nos son prohibidos por la razón, exorciza los fantasmas, el lado oscuro del ser. El teatro auténtico habla de nuestras grandes interrogantes (¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?) y las guía hacia la catarsis positiva, lo que permite al público vivir completamente la angustia primordial y esencial (ser mortal) para superarla y emprender la búsqueda de una nueva solución. Por eso el teatro auténtico no puede ser representativo, sino “re-presentativo”, integrando en el presente la fuerza de los contenido míticos.


Cuando se usa el teatro para presentar “verdades”, es decir, actos que avanzan en una dirección única donde el intelecto nos impone la gran y definitiva solución eterna, se le convierte en un lacayo de doctrinas. El teatro auténtico, re-presenta lo que es útil para mitigar el dilema originario del ser humano, con su primordial incertitud, debilidad, inseguridad, terror, que una vez llevado a la conciencia se convierte en certeza, fuerza, seguridad y compasión.


Si la “verdad” habla en nombre de la política, de la religión, de la realidad cotidiana, de las lógicas aristotélicas sumergiéndonos en la cárcel mental, en cambio la autenticidad produce Arte, actividad útil para sanar la enfermedad familiar, social y cultural en la que hemos caído por haber renegado del mito.


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